Meira Delmar: de la familia recordada al linaje histórico
Cien años de su nacimiento.
Por Adalberto Bolaño Sandoval
Los últimos cuatro poemarios de Meira Delmar (Reencuentro [1981]), Laúd memorioso [1995], Alguien pasa [1998] y Viaje al ayer. Poesía inédita [1999-2003] representan un encuentro con la modernidad, y, más que todo, un reencuentro con la contemporaneidad. En estos textos la poesía se libera de los corsets neorrománticos y de la rima y la métrica (en muchos de sus textos, no todos), pero, sobre todo, da cuenta de un cambio temático: la presencia del presente, de manera que la Historia y la modernidad se introducen en su poesía, la retraducen y la repiensan.
Así, en el poema que da título a su poemario de 1981, “Reencuentro”, que, de hecho, implica una mirada que extrapola una conciencia que retrotrae lo pasado para revaluarlo, y que, aunque aparentemente sea un poema amoroso, los dos primeros versos abren la puerta al mundo: “¡Qué claro el mundo / de repente”, de lo cual surge una alta conciencia de la mundianidad de la hablante lírica
Páginas más adelante, en “Regresos” reasume su retorno a una nueva re-lo-ca-li-za-ción y un reasentamiento: un reubicarse en el mundo del aquí, aunque sea del paisaje local, individual: “Quiero volver a la que un día / llamamos todos nuestra casa. / Subir las viejas escaleras, / abrir las puestas, las ventanas”, y en la última estrofa: “Quiero saber si lo que busco / queda en el sueño o en la infancia. / Que voy perdida y he de hallarme / en otro sitio, rostro y alma”.
En este aspecto, José Luis Marinas presenta una explicación estimable al respecto: se trata del salir de sí, lo que “inaugura el ejercicio de la narratividad como forma de apertura del sujeto desplazado: el universo estrellado sobre nuestra cabeza y la ley moral en nuestro corazón (dos de las más hermosas metáforas de Kant)”). Se trata de reabrirse al mundo, identificarlo, re-conocerlo y autoidentificarse.
En un libro posterior, Laúd memorioso (1995) la poeta se ubica, también, en la Historia, como a su familia. Se trata de poner en escena la poesía del mahyar o de la emigración árabe, en la que los escritores emigrantes vuelven su mirada hacia atrás, hacia su infancia y dialogan y buscan la apertura hacia el nuevo suelo como su nuevo hogar.
Así, en el poema “Inmigrantes”, Delmar retrata algunas de las representaciones culturales de los árabes que resignaron con su viaje a América: “Una tierra con cedros, con olivos, / una dulce región de frescas viñas, / dejaron junto al mar, abandonaron / por el fuego de América”.
A renglón seguido, el horizonte cambia, el mar se transforma: existe algo de mirada naturalista, casi arqueológica, etnográfica, o, mejor, de choque cultural, como la de una colonialista. O antes bien, parece recoger la visión que muestra Manuel María Madiedo, poeta del Caribe colombiano del siglo XIX en su poema “Al Magdalena”, quien contrapone a las figuras femíneas de Grecia el raudo y primitivo mundo tropical.
Esta visión de Meira Delmar se adhiere a la visión de alguno de estos inmigrantes, los que, con una visión más abierta, saben lo que verán, y no como los cronistas de Indias, llenos de éxtasis edénico. Existe, entonces, ya no una mirada colonizada sino de acompañante del mundo, que conocen ya, de re-conocimiento, por propias experiencias:
El mar cambió de nombre
una vez, y otra, y otra
hasta llegar por fin a la candente orilla,
donde veloces ráfagas
de pájaros teñían
de colores y música repentina el instante,
y el fragor de los ríos remedaba el rugido
del jaguar y del puma
ocultos en la selva (2003, p. 404).
No obstante, los inmigrantes continuaron intentando yuxtaponer su cultura a la nueva, luego de un proceso obviamente contradictorio, en el que el desarraigo diaspórico y la pérdida de la patria promueven una nueva identificación cultural. Se efectúan entonces varios efectos: recontextualización, represión y violencia, conjugados con una denuncia o “grito”, o mediante un juego introspectivo, en el que se crean nexos entre los aparentes dos mundos distintos.
El primero, el del exterior (“En riberas y montes levantaron la casa / como antes la tienda en los verdes oasis / el abuelo remoto”), y, el interno, en el que, primeramente, el lenguaje se metamorfosea (“y las viejas palabras / fueron trocando entonces / por las palabras nuevas / para llamar las cosas”).
También la memoria juega otro papel, pues allí solo esta recuerda vagamente, “detrás del horizonte”, el “bled”, la patria, “la tierra natal”, de manera que, con los sentimientos, “el corazón supieron compartir con largueza”.
María Para Samamé, “el tema de la nostalgia comprende el lamento y el recuerdo de la patria lejana, los seres queridos y el deseo de retornar a ese espacio paradisíaco perdido para siempre, pero recuperable a través de la descripción de la naturaleza”.
El encuentro entre las dos etnias o la llegada a tierras de la Costa Caribe conlleva tres versiones diferentes en Meira Delmar, García Usta y Gómez Jattin: para García Usta representa unos migrantes que buscan espacios libres, imponer sus costumbres, cambiar aquellas tierras llenas de soledad, pero llenas de nuevos cuerpos y nuevas pieles.
Para Gómez Jattin se encarna en la belleza de la madre, en su erotismo y su censura, pero, al mismo tiempo, en una abuela a la que se recuerda más por las contradicciones lingüísticas que genera la palabra “mierda” en árabe y en español y su “soledad en esos dos idiomas”.
Pero sigamos: en los siguientes poemarios Meira Delmar se muestra reticente o modesta (la poesía como pudor) para contar acerca de su familia, y, sin embargo, al igual que los “biografemas” de José Ramón Mercado o Jorge García Usta, su elocución lírica tiene un carácter mitológico, épico. En Alguien pasa (1998) Meira presenta tres poemas, “Alguien pasa”, “Cedros” y “Hermano”, los tres en tono de elegía y oda.
En el primero, la ubicación del silencio de la figura se torna en un encuentro evocativo: “Alguien pasa y pregunta / Por los jardines, madre”. La pregunta de la hablante revive el recuerdo preciado de una madre, la cual se encuentra ausente, quien, de manera dialógica, le responde: “Y yo guardo silencio”.
Sin embargo, en una especie de muestrario geosimbólico, cruce entre geografía, significación y significante, como el poema anterior, “Cedros” evoca al padre y al cruce de este con la presentación de estos árboles como memoria cultural y de la naturaleza. Pero antes de entrar en ellos, Meira Delmar invoca una hermosa lírica, desde el comienzo:
Mis ojos niños vieron
ha mucho tiempo— alzarse
hasta la nube un vuelo
de sucesivos verdes
que el aire en torno
embalsamaban
con tranquila insistencia.
El silencio se oía como
una música suspendida de repente,
y en mi pecho crecía
el asombro (2003, p. 449).
Lo que sucede después es el encuentro geocultural, geosimbólico, pues la voz del padre cuenta la pre-historia de su pasado emigrante, de modo neoplatónico, pero también visto desde la infancia, como lugar paradisíaco:
“Son los cedros del Líbano
hija mía. Mil años hace, acaso
mil más que medran
a las plantas de Dios.
Guarda su imagen en la frente y la sangre.
Nunca olvides
que miraste de cerca la Belleza” (2003, p. 449)
Las palabras entrecomilladas del padre, conjugan, pues, historia del pasado y nacionalidad, cuatrietnia, interculturalidad y nación, así como también la leyenda de un pasado mítico y su consiguiente religión, pero, con ellos, además, la raigambre y los sentimientos que, entrecruzados, culminan en la muestra de identidad nacionalista que representa el progenitor.
El poema supone un viaje, una especie de retorno al origen, pero al mismo tiempo se funde como un reverso del viaje de los abuelos o padres inmigrantes mediante una cartografía imaginaria, reforzada con un entrelazamiento artístico.
El recuerdo personal recupera al padre y a la niña y pone en escena un recuerdo profundo que proviene del pasado, con el que se narra y afloran los sentidos litúrgicos y religiosos: Dios y Belleza se conjugan de modo místico: el pasado es cultura y la migración representa el movimiento simbólico en que estos poetas del mahyar latinoamericanos muestran sus necesidades para relacionar la tradición árabe y abrir nuevos caminos identificatorios, donde el padre abre el camino del pasado y lo pone a dialogar con el presente de la nueva geografía.
El poema “Cedros” supone un viaje, una especie de retorno al origen, pero, al mismo tiempo, se funde como un reverso dialéctico del viaje de los abuelos o padres inmigrantes mediante una cartografía imaginaria, reforzada con un entrelazamiento artístico.
El recuerdo personal recupera al padre y a la niña y pone en escena una evocación profunda que proviene del pasado ahora prístino, con el que se narra y afloran la ritualidad: Dios y la Belleza se conjugan y se despliegan armónica, líricamente.
Pero, además, contiene efectos de historización y se encuentra cargada de una “fantasía originaria”, con lugares, vicisitudes y modelos de relaciones que dan sentido a sus integrantes en el presente en palabras de Horacio Foladori.
Por eso, en ese sentido, está en juego el linaje histórico y biográfico, la manera en que cada quien representa sus orígenes y que, como indica Foladori, “dicho mecanismo poético, es la manera de hacer aceptable, por la vía de la imaginación, racionalización, etc., ciertas realidades o algunas de información planteadoras de preguntas inquietantes”.
El padre representa una especie de guardián de los recuerdos y un forjador de la vocación literaria de la hija, en el que confluyen origen, narración y linaje árabes. Además, existe detrás de ello, una estructura familiar de ese mundo que converge con la cultura hispanoamericana: la tradición masculina puede ser la forjadora, y su genealogía la contadora de las anécdotas y memorias familiares y filiales, como sucede en la poesía de García Usta.
Pero la modernidad, la contemporaneidad, entra en la poesía del Meira Delmar, al proponer en su poesía a una mujer real, histórica, Leyla Kháled, líder palestina, bajo contextos poético-políticos, en “Elegía de Leyla Kháled”, recordando un pasado en el que, de alguna manera, realiza un paralelo consigo misma, reencontrándose con la Historia:
[…] te encontraste
los campos, las aldeas, los caminos,
tatuados en la piel de la memoria
moviéndose en tu sangre roja y viva
llenándote los ojos de sed suya,
las manos y los hombres de los fusiles,
de fiera rebeldía los insomnios (2003, pp. 349-350).
Existe un retorno al pasado del Medio Oriente; en realidad, no al pasado sino a una reactualización, a una presentificación, a una puesta en escena de las luchas que llevó a cabo esta mujer y el Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP) en contra de la ocupación israelí.
Como recuerdo más abierto, Meira Delmar pone en una voz dialógica, en una segunda voz evocativa, en un tú, en un hablante lírico en segunda persona, para dar mayor dramatismo a la biografía: “Te rompieron la infancia, Leyla Kháled […] te rompieron / los años del asombro y la ternura, / y asolaron la puerta de tu casa / para que entrara el viento del exilio”, (Reencuentro, 2003, p. 349).
Se trata no solo del vacío que produce alejarse de la tierra, sino de la propia desterritorialización mantenida por el cuerpo y la política, prolongados por su relación directa con el país inexistente o negado políticamente, pues Leyla Kháled tuvo que huir con su familia en un éxodo masivo nacido del Nakba, “desastre” o “catástrofe” de 1948, cuando su aldea fue asaltada durante la denominada “masacre de Deir Yassin”:
Y comenzaste a andar,
la patria a cuestas,
la patria convertida en el recuerdo
de un sitio que borraron de los mapas (p. 349).
Ello conllevó un desplazamiento y dos sacrificios: el primero: “Te vieron los desiertos, las ciudades, / la prisa de los trenes, afiebrada, /absorta en tu destino guerrillero” (p. 350).
El segundo, cuando el poema cubre las diferentes fases subjetivas, históricas y de ignominia, llegando, en un momento determinado, a compararla y metaforizarla con el sufrimiento de Jesucristo: “Y te lanzaron voces como espinas, /desde los cuatro puntos cardinales, / y marcaron tu paso con el hierro /del oprobio” (p. 350).
El primer exilio, político, se compagina con una metáfora de lo personal, y, de alguna manera, con un exilio mistificado y mitificado. Hay algo que, seguramente por planteamientos retóricos, la autora deja abierto: el destino de Leyla: “Nadie sabe, no sé, cuál es tu rumbo” (p. 350)[2]. Y más adelante dice el poema:
Tú, sorda y ciega, en medio
de las ávidas zarpas enemigas,
ardías en tu fuego, caminante
de frontera a frontera,
escudando tu pecho contra el odio
con la incierta certeza del regreso
a la tierra luctuosa de que fueras
por mil manos extrañas despojada. (p. 350).
Lo que dibuja el poema es lo que denominó dolorosamente Edwrad W. Said al exilio como el “estado discontinuo del ser”, en el que “los exiliados están apartados de sus raíces, su tierra, su pasado” de manera que “El pathos del exilio reside en la pérdida del contacto con la firmeza y la satisfacción de la tierra: volver a casa es de todo punto de vista imposible”.
El desplazamiento deslinda aún más la raíz del adentro-afuera de Leyla Kháled, de lo interno y lo externo. Meira Delmar se ubica en la poesía del in bitween (entre medio, tercer espacio, según las categorías expuestas por Homi Bhahba), pues ella, como poeta del Caribe colombiano, emigrada de segunda o tercera generación, reasume, en un reencuentro poético ideológico al otro propalestino.
Afronta el poema como una puesta en escena histórica, como una toma de conciencia política, como retrato del acogimiento por parte del Líbano de Leyla, como apoyo a su lucha. De alguna manera, su sustento se entronca con un principio de linaje histórico y de resistencia, en el que la independencia y la liberación se observan como sus más caracterizadas muestras.
La cosmovisión de Meira Delmar, entrecruzada de un tiempo y espacio determinados, de una aquí y un ahora, ejercida a través de una problematización política, se acerca a la de aquellos artistas que enfundan su lenguaje de crítica desde el punto de vista, o mejor, asumiendo los problemas del otro.
Se acompaña de resistencia y concientización. Se acompaña de una apertura al mundo de los otros humillados y ofendidos en/frente y por la historia de los opresores.
Pero esta concientización también se enmarca en la óptica de una revisión del pasado como inmigrante de Meira Delmar, como una forma de identificación. El hablante lírico narra desde una perspectiva del dolor del “otro” en tanto desplazado, pero, aunque realice un balance del sufrimiento, este no adquiere sentido hasta identificar a su autora con su nombre auténtico: Olga Chams Eljach, con el que se reconoce su pasado identificatorio, coincidente con la historia geográfica e histórica árabe de la oyente lírica a quien se refiere y dedica el poema.
Su seudónimo aquí carecería del valor aparente por el que es reconocida, pero resulta aún más importante cuanto que el mote adquiere el valor del espejo de la verdad, el nombre de la crítica que señala con el dedo poético la ignominia histórica. Es una aparente lucha entre la máscara y la realidad, en la que gana la verdad del señalamiento artístico e histórico que hace Meira de Leyla Kháled.
En ese sentido, la identidad árabe de las dos mujeres proyecta su alteridad, su redefinición: se abren los espacios, se fusionan, dialogan: la historia y la poesía se abren de manera armónica: las interrupciones entre estas se cierran y se abren dialécticamente.
El poema se constituye en un espacio de hibridación étnica y cultural, de movimientos aparentemente ilegibles, de desplazamiento y resignificados, donde todo se desestabiliza, ante lo cual se generan nuevas identidades que piden nuevos discursos de re-significación, pues la subjetividad de Meira Delmar genera nuevos signos de identidad, innovación y resistencia.
Debe destacarse aquí, como en el poema dedicado a Leyla Kháled, el uso de un nuevo concepto: linaje histórico, referido a esa mirada que el poeta del Caribe inscribe a sus parientes o connacionales, mediante biografías históricas ficcionalizadas, en el mundo de la Historia, objetivando una posición poscolonial, que busca cuestionar no solo el discurso globalizante sino ese mismo nivel de historia, para reinscribirla en ese orbe hegemónico: yo también tengo mi lugar.